Hasta el debate de investidura de esta semana, a Pedro Sánchez pocas veces se le habían adivinado-atribuido actitudes prepotentes. El líder socialista es un político que no podía permitírselas; había permanecido demasiado tiempo al filo del precipicio y su conducta, aspecto y lenguaje, al menos durante los primeros años en la escena política, era la de un político prefabricado al uso: amable, educado, lineal, previsible, casi aburrido y de una inteligencia moderada. Su fascinante evolución política, con un resurgirmiento cual ave fenix de por medio, ha ido moldeando a un político que sabe asesorarse como nadie para sobrevivir y acaparar poder, pero cuyo perfil sigue teniendo numerosas lagunas. Esta semana ha culminado su fusión con el spin-doctor Ivan Redondo. Su influencia, más notoria que nunca, ha dado a relucir una faceta inesperada y desagradable del aspirante a presidente del Gobierno.
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